Los sistemas de seguridad se establecen para reducir el riesgo pero también para esperar una amenaza. Tras los respectivos análisis de uno y otra, riesgo y amenaza, la mayoría de los dispositivos públicos de seguridad establecidos en una variada diversidad de ámbitos hasta que ocurrieron los atentados del 11 de septiembre de 2001 estaban imbuidos de un carácter netamente reactivo. Es cierto que la filosofía que respalda el detector de metales de un aeropuerto está basada en la detección preventiva de un objeto punzante, por ejemplo, para retirarlo si es localizado y evitar un incremento del riesgo para el pasaje una vez quien portara ese objeto (amenazante) accediera a una aeronave. Sin embargo, este elemento preventivo se inscribe en modelos simples de anticipación incapaces de considerar escenarios complejos, aquellos en donde varias personas con diversas alternativas para cursos de acción interaccionan con el propósito de ocasionar un resultado nocivo. Así ocurrió con Bin Laden y sus terroristas suicidas en Nueva York y Washington. Además, en estas configuraciones de seguridad, la acción prevista tras la detección de la amenaza potencial por parte del sistema es del todo reactiva, suele ajustarse a un protocolo y acostumbra a dejar poco margen para la flexibilidad (si se encuentra una navaja, el protocolo dice al agente cómo debe de actuar).
En los EE. UU. la mayoría de agencias en la seguridad pública, y crecientemente las investigaciones de la delincuencia organizada (entornos complejos para la previsión, desde el punto de vista del análisis), han estado dominadas por una peligrosa y rígida tendencia hacia la protocolización. Consideradas la presencia de los elementos A y B, la actuación debe ser C para impedir D o lograr E. Incluso después del 11 de septiembre, una visita a los EE. UU. entrando por su aeropuerto de Miami descubrirá que la revisión de documentos en el control de pasaportes es más exhaustiva, que las esperas de aduanas son tediosas y que han introducido un ingrediente nuevo en el sistema que es capaz de detectar rastros de explosivo en los zapatos de un viajero descalzo. Con todo, el dispositivo continúa siendo reactivo y los agentes están más alerta pero a la espera de la amenaza.
Estos esquemas de seguridad reactiva tiene sus bondades, aunque también innumerables defectos que incrementan el riesgo que tratan de evitar. Por citar sólo uno, presente en configuraciones donde participa personal trabajando por turnos, apuntaremos la cuestión de los canales atencionales de los elementos humanos del dispositivo, es decir, de los agentes de seguridad. Tanto el entrenamiento que se proporciona a los agentes de seguridad como la definición de la misión que se les encomienda les impele a mantener un nivel de atención sostenida y focalizada sobre indicios que puedan sugerir la inminencia de una amenaza. En turnos de trabajo que además suelen ser de ocho horas de vigilancia más o menos estática, en personas a menudo con condiciones laborales que minan su motivación, el resultado es que el tipo de atención sostenida que han entrenado es psicológicamente efectiva la primera hora de trabajo y absolutamente inútil para indicadores difusos de sospecha el resto del tiempo, donde detectarán un estilete si aparece con el nombre 'knife' en la pantalla del escáner pero raramente si se esconde en el equipaje de mano y tiene forma de mango de un peine de púas. El entrenamiento de la mayoría de los agentes de seguridad del mundo no sólo no incluye sino que, por el contrario, desincentiva, el pensamiento proactivo sobre la amenaza.
Por expresarlo de modo sintético, la proactividad (de la que se lleva más de una década hablando en seguridad pública y más todavía en seguridad privada) es la concepción según la cual, una vez analizadas las amenazas potenciales en un entorno y sus cursos de comportamiento eventuales, es conveniente ejecutar acciones que modifiquen esos cursos de comportamiento, anticipándose a la dinámica de la amenaza para reducir el riesgo sobre un determinado entorno. Evidentemente, a mayor complejidad en la definición de la amenaza, más dificultad albergará la previsión de su comportamiento y, por ende, menos posibilidades se presentarán de acción proactiva para minimizar o impedir el peligro latente. Actualmente, en la ya de por sí intrincada realidad internacional multipolar, las amenazas complejas para nuestras sociedades están íntimamente relacionadas bien con fenómenos delictivos, bien con propuestas interestatales conflictivas, que encierran ambos la presencia de grupos de personas con intenciones hostiles, contornos grupales cerrados y excluyentes y búsquedas de beneficios personales, en términos económicos o de poder, que se sitúan por encima de la ley y de los derechos humanos. El terrorismo y la delincuencia organizada transnacional, y en mucha menor medida a mi juicio, los denominados estados gamberros de EE. UU., son las amenazas complejas más relevantes para los marcos democráticos de convivencia.
Una de las consecuencias de aquel 11 del septiembre de 2001 para la seguridad ciudadana, aparte la irreversible descompartimentación entre la seguridad interior y exterior de las naciones1, es la emergencia de una nueva y vigorosa noción de prevención en los abordajes de seguridad ante potenciales amenazas complejas, junto a una consiguiente relevancia de los medios de inteligencia como motor en su afrontamiento. La inteligencia criminal se venía aplicando con éxito en determinados países, sobre todo anglosajones, para luchar contra la delincuencia organizada transnacional y, en parte influida por el avance en la cooperación policial y judicial europea, se ha integrado en la sistemática de investigación policial española contra fenómenos delictivos complejos. El enfoque preventivo en la lucha contra la delincuencia organizada es, por el contrario, relativamente novedoso en Europa y se caracteriza en el presente por la búsqueda de una identidad epistemológica propia, de métodos técnicos de previsión que funcionen y de un encaje adecuado en una labor policial que ha sido, ancestralmente, reactiva ante el delito.
La prevención del terrorismo en el futuro, al igual que en otras expresiones de delincuencia transnacional, no pasa por la seguridad sino por la inteligencia o, por mejor decir, por una seguridad emanada de la inteligencia. El premier británico Tony Blair ha simbolizado acertadamente este planteamiento al afirmar que "si alguna lección puede extraerse del 11-S es la importancia de no esperar a que se materialice la amenaza". La clave está, pues, en la prevención basada en la inteligencia, esto es, en la comprensión adecuada de las dinámicas del fenómeno terrorista con el propósito de anticiparse proactivamente a ellas.
Sin embargo, combinando la certeza sobre la tan criticada incapacidad de los servicios de inteligencia occidentales en la adecuada anticipación del 11-S de 2001, junto a aquello que el secretario de Defensa de los EE. UU. Donald Rumsfeld ha escrito acerca de que los nuevos escenarios de la amenaza terrorista exigirán modificar "los actuales modos de pensamiento", no estaríamos desacertados concluyendo en que los actuales modelos de análisis de la información en los servicios de inteligencia llevan años adoleciendo de una rigidez que impide su evolución a un ritmo adecuado para prevenir el comportamiento de amenazas complejas.
El análisis de inteligencia es la capacidad que aporta a los poderes públicos encargados de tomar decisiones la interpretación racionalmente más ajustada de un escenario. Por tanto, junto al potencial de obtener información, demasiado confiado por EE.UU. a medios técnicos en detrimento de las fuentes humanas según muchas opiniones, las habilidades de análisis, de interpretación, representan el pilar de la anticipación ante una amenaza. En los EE.UU., el análisis de inteligencia no sólo está confiado a estructuras estatales, servicios clásicos de inteligencia como la CIA, la NSA, la DIA (militar) o el FBI, sino que aquel país es pionero en la constitución de los denominados 'think tanks', grupos de expertos dedicados a la reflexión sobre una variedad prácticamente ilimitada de escenarios sociales donde se dan cita especialistas reputados de los sectores académicos y profesionales privados del país. El ejemplo más destacado de estos grupos lo constituye la corporación RAND, cuya división sobre terrorismo dirige uno de los máximos especialistas mundiales en la materia, Bruce Hoffman, y en la que participa(ba) otra de las figuras de referencia precisamente en el área de la seguridad aérea antiterrorista, Brian Jenkins. Pues bien, a ese tenor, con esa masa gris de medios de análisis, públicos y privados dispuestos para pensar sobre amenazas complejas, ¿qué obstaculiza la prevención de determinado tipo de ataques?.
Bastante antes del terrorismo en masa del 11-S, voces autorizadas en la comunidad de inteligencia de los EE. UU. ya advertían de determinadas tendencias viciadas que se habían instalado en los sistemas analíticos de aquel país y que, por supuesto, podemos entender extendidos a la mayoría de los servicios occidentales. En 1993 y 1996, Mark Lowenthal y Bradford Westerfield argumentaban respectivamente, en dos artículos aparecidos en el 'International Journal of Intelligence and Counterintelligence' (una publicación académica bendecida por la CIA), que las dos patologías modernas del análisis de inteligencia eran (y continúan siendo, a mi juicio) su politización, por una parte, y su incapacidad para procesar adecuadamente escenarios de incertidumbre, por otra.
Respecto a la politización de la inteligencia, decía Westerfield, su efecto más perverso, en el lado del analista, se observa en informes que confieren más probabilidad de ocurrencia a sucesos que se consideren más probables a priori en el pensamiento dominante de la corriente política en el poder en un instante determinado (por ejemplo, los informes que ponían de manifiesto la enorme amenaza que suponía Sadam Hussein fueron consumidos y asimilados por las autoridades de EE. UU. sin ninguna resistencia). En el lado del consumidor del informe, entonces, la politización de la inteligencia se traduce en conceder una mayor virtualidad y, por ende, en otorgar medios para desarrollar acciones en base a ello, a análisis que coincidan con su planteamiento respecto al asunto del que se trate. En investigación en el área de la psicología cognitiva se han dedicado innumerables experimentos a demostrar, con éxito abrumador, que cuando un esquema mental para explicar cierto escenario social está sólidamente alojado en nuestro cerebro, si la información que procesamos de nuestro entorno no es coincidente con la perspectiva que ya hemos asumido, no modificamos nuestros esquemas para adaptarlos a la realidad, sino que por el contrario intentamos deformar la realidad para ajustarla a nuestros esquemas. Los analistas deberían están entrenados para evitar este efecto, aunque sus intereses personales o corporativos aconsejan a veces politizar sus conclusiones.
En cuanto a la segunda patología de la inteligencia, que Lowenthal denomina "la lucha contra lo increíble", las cosas son más complejas si cabe, pues se relacionan íntimamente con la previsión cualitativa y con los escenarios culturalmente aceptables. Este tipo de previsiones, que a diferencia de las predicciones meteorológicas no están basadas en cálculos matemáticos, están dedicadas a conocer futuros probables y posibles a partir de análisis conceptuales y de significados, es decir, a describir el comportamiento de un fenómeno complejo y a trazar su evolución y tendencia. El objetivo sería, de esta manera, anticiparse con acciones a un punto determinado de la tendencia evolutiva de un problema, i.e. el terrorismo, cortocircuitando su desarrollo (represión preventiva, lo han bautizado, y empezado a aplicar contra Irak). Sin embargo, la utilización de herramientas para el análisis cualitativo era tan precaria en 1993 como ahora. A pesar de que desde mucho antes se cuenta con técnicas como la de escenarios, que permite construir futuribles a partir de una combinación precisa de indicadores, son del todo escasos los analistas realmente capacitados para implementarla y los políticos preparados para consumir los informes de ella derivados. A ello añadimos la dificultad de los propios analistas para valorizar piezas de información muy novedosas (por ejemplo, contextualizar adecuadamente indicios que le decían al FBI que cierto número de personas tomaban clases de vuelo dentro de los propios EE. UU.) cuya combinación analítica resulta en combinaciones concluyentes que resultan increíbles (estrellar aviones contra las Torres Gemelas) para los modelos mentales sesgados del propio analista, incapaz de liberarse de sus creencias sobre cómo debe de funcionar el mundo y hasta dónde es capaz de llegar la conducta humana.
En suma, estamos ante un reto formidable para las instituciones de inteligencia y seguridad de los Estados, que deben hacer uso de medios de obtención de información más potentes e incisivos como las operaciones de infiltración a largo plazo, pero también multiplicar el esfuerzo de sus órganos de análisis para liberarlos de viejas patologías que cronifican rigideces estructurales. La garantía de una seguridad efectiva contra el terrorismo y el crimen organizado transnacional, ambos fenómenos complejos, depende hoy más que nunca de sistemas de inteligencia legítimos, flexibles y libres de anclajes racionales disfuncionales y tutelas partidistas o interesadas.
lunes, 3 de marzo de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario